Las películas de Woody
Allen siempre se han definido por su libertad textual, de guiones dinámicos y
dialéctica perspicaz que excusan tramas a menudo simples y a menudo
reiterativas. El tiempo de dormilones, repúblicas bananeras e incógnitas
sexuales ha pasado, también el de historias sencillas que devenían extraordinarias
porque el Allen inspirado seducía al espectador embriagándole con su peculiar
humor, con el que bombardea cual rapero desatado todos los diálogos del metraje.
Y es que como todo artista, Allen ha pasado por varias épocas, y la actual se
adivina la más floja, quizás porque el director se ha relajado en demasiados
aspectos, quizás porque, en tanto que figura consolidada, ya no tiene la
necesidad de demostrar constantemente su ingenio, quizás porque Allen, como
cualquier creador, ha perdido la frescura en sus trazos.
A Roma con amor sigue la
estructura de los últimos filmes de Allen; varias caras conocidas con sonrisas
de oreja a oreja y encantadas de encontrarse entre el elenco viven singulares
experiencias que se entrecruzan, dignas del anecdotario de la ciudad. En este
caso son Alec Baldwin, Jesse Eisenberg, Penélope Cruz y Roberto Benigni, entre
otros, los que disfrutan de la fiesta que propone Allen y le otorgan ese glamur
frívolo que no falta en ninguna de sus últimas producciones. Nada que reprochar
en realidad al veterano realizador, que aboga de nuevo con éxito por su innato
sentido de la comicidad, salvo las molestas y repetitivas bandas sonoras
europeizadas, que parecen sacadas de un jukebox de tópicos y que más que
agraciar fatigan.
Lo mejor: es una película
ligera, agradable.
Lo peor: la constante musiquilla
tipiquísimamente italiana.
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